jueves, 5 de julio de 2007
Ciclo: IN GOD WE TRUST
EL HIJO
Premio del Jurado Festival de Cine de Cannes de 1988,
Premio de la Critica Internacional Festival de Cine de Cannes de 1988
www.maldeojoucv.blogspot.com
maldeojo.ucv@gmail.com
Sobre Jean Pierre y Luc Dardenne
"Elegimos a los desheredados porque no son visibles. Nos gustan esos personajes y los seguimos desde el afecto. Si fueran visibles lo serían vistos para reírse de ellos, o con piedad, en el típico programa del domingo por la tarde en televisión. Nadie los mira de una manera real, nadie ve sus sueños, su amor, y por eso nos gusta hablar de ellos."
Jean Pierre y Luc Dardenne
Los hermanos Dardenne nacieron en Bélgica. Jean-Pierre formado como actor, debutó en el cine como asistente del director Armand Gatti en diferentes experiencias teatrales durante los primeros años de los setenta. En 1975 fundó una productora junto a su hermano Luc, tres años menor que él. Dirigen juntos su primer documental, Le chant du Rousignol, en 1978, y continúan en ese género durante casi una década. Su primer largometraje de ficción, Falsch, en 1987, escrito en colaboración con Jean Grault, supone un punto de inflexión en sus carreras, pero pasa más bien desapercibido, lo mismo que Je pense a vous (1991). El verdadero giro de 180º llega con La promesa (1994) sin duda el inicio de una nueva forma de concebir sus películas, algo así como un manifiesto particular donde se reconocen por primera vez los preceptos de su verdadero arte cinematográfico, “un cine sin estilo”, según sus propias palabras, donde “la imagen se convierte en materia en busca del encuadre” y lo esencial es lo que se esconde. Esta dura y bella película sobre la relación de un joven cuyo padre emplea y consigue trabajo a inmigrantes ilegales cosecha un gran éxito de crítica y público en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes y supone la revelación de sus dos actores protagonistas, Olivier Gourmet y Jérémie Rénier, que se convertirán en los actores fetiche de este tándem de cineastas que, al más puro estilo “bressoniano”, afirman que el actor.”Debe abstraerse de toda voluntad y acercarse a lo involuntario, al automatismo de una máquina, de la cámara.” En un paso más en su camino hacia la austeridad narrativa ruedan Rosetta (1999), donde la cámara “dardenniana” filma la peripecia de una joven “en busca de un trabajo, de un puesto, de una existencia, de un reconocimiento”, película con la que llega la consagración, la Palma de Oro y el premio a la mejor actriz en Cannes. Después vendría El hijo, donde abordan de manera meticulosa la relación de un padre con el chico que asesinó a su hijo; una película que no se concibe sin Olivier Gourmet y sin “su cuerpo, su nuca, su rostro, sus ojos perdidos tras los cristales de las gafas…”, y que le vale a éste el premio a la mejor interpretación en Cannes, afianzando una dependencia entre este festival y los Dardenne que llegará a su cenit cuando les sea otorgada su segunda Palma de Oro por El niño, su última película hasta la fecha, quizá la más libre y la más viva de todas, la que reúne muchas de sus constantes y cierra una edad de oro en su cine... o tal vez abre una nueva.
Sobre El Hijo
En "El hijo" nada es accesorio, todo es sustancial: la anécdota, simple, aunque encierra una historia compleja, a la vez dura y conmovedora; los personajes, muy pocos, quizá sólo dos, distanciados por casi todo pero vinculados por un oscuro secreto; las palabras, apenas las indispensables: ¿para qué recurrir a ellas si no alcanzarían a expresar en toda su rica ambigüedad las emociones que transmiten los ojos, los cuerpos, los modales, las acciones? Con su rara pureza formal y un rigor difícil de hallar en el cine de estos tiempos, los hermanos Dardenne van a fondo porque quieren atrapar lo humano en su manifestación más esencial, sorprender esos gestos -inexplicables, imprevisibles- reveladores de una condición que el hombre conserva aun en medio de un mundo tan individualista y deshumanizado como el de hoy. Andan detrás de la breve chispa de calor, de coraje o de nobleza que iluminará por un momento la sórdida realidad que ellos retratan con tanta franqueza y lucidez.
El film es preciso, duro y directo como sus personajes; en la atmósfera, tensa desde el comienzo, se percibe cierto nervioso malestar. La cámara asedia a Olivier, el experto en carpintería en torno al cual gira el relato. No hace falta explicación alguna para comprender que aquella irritación, aquel padecimiento interior le corresponden. El hombre -cuarentón solitario y fornido, la nuca tiesa, los movimientos enérgicos y controlados, una ancha faja de cuero en la cintura para proteger la maltratada espalda- enseña su oficio en un instituto de rehabilitación social para jóvenes. Un día llega al lugar Francis, muchacho hosco, casi inabordable en su silencioso hermetismo, y las autoridades se lo encomiendan. Olivier se rehúsa a admitirlo con el pretexto de que ya tiene suficiente con sus cuatro discípulos; sin embargo, comienza a rondarlo, a espiar sus movimientos (en el instituto y en la calle) de un modo cada vez más obsesivo, hasta que por fin acepta incorporarlo a su grupo.
El film es preciso, duro y directo como sus personajes; en la atmósfera, tensa desde el comienzo, se percibe cierto nervioso malestar. La cámara asedia a Olivier, el experto en carpintería en torno al cual gira el relato. No hace falta explicación alguna para comprender que aquella irritación, aquel padecimiento interior le corresponden. El hombre -cuarentón solitario y fornido, la nuca tiesa, los movimientos enérgicos y controlados, una ancha faja de cuero en la cintura para proteger la maltratada espalda- enseña su oficio en un instituto de rehabilitación social para jóvenes. Un día llega al lugar Francis, muchacho hosco, casi inabordable en su silencioso hermetismo, y las autoridades se lo encomiendan. Olivier se rehúsa a admitirlo con el pretexto de que ya tiene suficiente con sus cuatro discípulos; sin embargo, comienza a rondarlo, a espiar sus movimientos (en el instituto y en la calle) de un modo cada vez más obsesivo, hasta que por fin acepta incorporarlo a su grupo.
En el porqué de la extraña conducta del hombre reside el secreto del pasado que el film demora en revelar y que conviene no detallar aquí: un luctuoso suceso que los ligó y marcó para siempre, aunque de modo bien diverso, sus vidas. Olivier sabe que es ese muchacho el que determinó su desdicha; Francis, en cambio, ignora que quien ahora es su instructor resultó víctima del atroz pecado adolescente por el cual ya tuvo su condena.
Donde otros hubieran construido un film de suspenso, los Dardenne miran más hondo. Apoyándose en dos actores formidables (Olivier Gourmet y Morgan Marinne) se deciden a seguir a sus personajes muy de cerca (tanto como lo permite la apremiante minicámara que utilizan), a observar lo que dicen con sus gestos, a percibir las emociones y las contradicciones en lo que expresan sus cuerpos o en las conductas que adoptan; a sugerir el dilema moral o la culpa que palpitan en su interior, a dilucidar los porqués de un acercamiento cuyo propósito ni siquiera el propio Olivier conoce. "No sé", le contesta a su ex mujer cuando ésta le pregunta por qué hace lo que hace. Y esa incertidumbre tensa los hilos del relato mientras en la relación entre el carpintero y su pupilo (¿un padre y un hijo dispuestos por el azar?) se teje una confusa trama de desconfianza, admiración, resentimiento, hostilidad, compasión y rencor.
Nadie reflexiona sobre lo que sucede, nadie lo explica; tampoco hay música que avive emociones. Los laberínticos corredores y escaleras por los que en un principio la cámara acompañó al hombre en su sigilosa persecución son los mismos en los que ahora parece debatirse su pensamiento. Hasta cuando estalla la forzosa violencia y arrastra consigo sentimientos contradictorios, los Dardenne evitan las explicaciones. Basta la precisión expresiva de su puesta en escena para abarcar toda la complejidad del tema. A puro cine también resuelven los cineastas belgas las últimas imágenes: la escena del aserradero, los dos cubriendo con un plástico los tablones elegidos, no necesita palabras. Es de una intensidad y una potencia emotiva como pocas veces se alcanzan en la pantalla.
"El hijo" parece un film sobre la redención y el perdón, pero hace más: repudia la venganza. Y en el fondo sólo (¿sólo?) reivindica y celebra el gesto primordial que ennoblece al ser humano: el reconocimiento del otro.
El cine de Jean Pierre y Luc Dardenne
por Sigfrid Monleon
Después de casi una década dedicados al cine documental, y tras dos primeras tentativas de largometrajes de ficción, los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne hallaron la senda de su cine con La promesa (1996), presentada en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes y premiada en el Semana Internacional de Cine de Valladolid, tras la que vinieron Rosetta (1999, Palma de Oro en Cannes), El hijo (2002, Mejor Actor en Cannes) y El niño (2005, Palma de Oro en Cannes). El diario de Luc Dardenne Detrás de nuestras imágenes –publicado por la editorial Plot junto a los guiones de sus dos últimas películas en un mismo volumen– arranca precisamente en la gestación de La promesa y culmina con la realización de El niño. A través de sus páginas se sigue paso a paso la evolución de su apasionante filmografía y se extrae una bella y profunda reflexión sobre el cine.
En La promesa los Dardenne se desprendieron de las servidumbres de la financiación, el casting y la comodidad técnica que les habrían permitido hacer “una gran película” y optaron por la “pobreza de medios” para encontrar la forma de su cine. Decidieron “no participar en esa gran empresa de clonación que hace que nada nuevo acceda a la existencia cinematográfica” y salieron en busca de “nuevos cuerpos”, distintos a los empleados en esa reproducción. ¿Qué cuerpos filmar y cómo filmarlos?
Los Dardenne conciben el cine como un “estado” cuyo elemento sería antes el gesto que la imagen. Lo que filman del joven Igor en La promesa, de Rosetta, de Olivier y Francis en El hijo y de Bruno en El niño son sus “movimientos morales”, la gestualidad pura que vincula el cine al orden de la ética y de la política. Un cine materialista, de los cuerpos y de las cosas, y de la respiración y la corriente entre ellos, que libera a la imagen de su rigidez mítica para prolongarla más allá de sí misma. “Antes de que Rosetta entrase en la película ya existía, y después del último plano de la película, seguirá existiendo”, escribe Luc Dardenne en su diario.
Contra la “interioridad” del actor, su íntima exterioridad. “Está ante la cámara, se comporta”. Cuando el actor quiere expresar algo, lo rechazan. “La cámara, despiadada, ha grabado su voluntad, su interpretación para que salga ese algo”. En esto siguen la enseñanza que Robert Bresson extrajo de las reflexiones sobre el automatismo de Montaigne, cuando el clásico afirmó: “No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano va a menudo donde no la enviamos”. La “interpretación”, si les vale el término, es como un relámpago en la epifanía de la memoria involuntaria.
Para los Dardenne no se trata tanto de encuadrar la imagen como de “perder el encuadre en la materia”, siempre dentro de lo que se mueve, de lo que no encuentra su forma o su imagen. Así dan con la apremiante agitación de Rosetta, la chica que busca un verdadero trabajo “simplemente para existir, para no desaparecer”. O con el enigmático ir y venir de Olivier, filmado desde la nuca, omitiendo su mirada, buscando “el punto de vibración” de su cuerpo cuando ve entrar en el taller de carpintería al muchacho que mató a su hijo, para que el espectador se sitúe ante el misterio y “tiemble” con él.
“Encontrar el plano que encuadre la invisibilidad de los otros planos”, anota Luc Dardenne con su escritura aforística. Su cine se esfuerza en “narrar lo invisible”, como esa relación de paternidad y filiación, aparentemente imposible, que nace entre Olivier y Francis. “Estar en la mirada, no en la intriga”, en el tener lugar de las cosas, y que las situaciones lleguen o surjan como “acontecimientos imprevisibles”, como el momento en que Bruno, después de vender a su hijo y mentir sobre ello a la madre, escapa a la influencia del mal y se reconcilia con la vida, sorprendido, sorprendiéndonos. “La verdad, el bien aparecen entonces como una revelación. Revelación que es liberación de todas las intrigas”.
El cine como antidestino, ni rastro del “cineasta guardagujas” que organiza los desarrollos de un plan. “Que la clave no pueda pasearse más, que sea la cifra del documento”. Contra lo novelesco, pequeñas acciones concretas, estrategias y, sobre todo, accesorios. “En el cine, lo esencial son los accesorios”, afirma en su diario. “A fin de cuentas el cine es filmar cosas muy concretas, como los manguitos de Charlot en los que la niña escribe las letras de la canción”. Así extrae la relación padre/hijo, a través de los gestos del trabajo, o se expone la íntima impropiedad de Bruno, a través los engranajes que le exige el trabajo del mal y la construcción de su mentira. “Un elemento para el próximo guión: la puerta desencajada que nadie arregla”.
¿De qué modo un simple hecho se convierte en un acontecimiento? ¿Cómo llegar a crear la ficción a partir de una realidad ordinaria? Luc Dardenne cuenta que dejaron de escribir un guión porque la historia se les había vuelto demasiado psicológica: “La situación es demasiado buena para la ficción y no es un documento sobre nuestra época”. Como Borges, no buscan inventar ficciones, sino hechos. Hechos de la vida ordinaria, de una realidad cualquiera: “Comida. Bebida. Alojamiento”, de eso trata Rosetta, “y de aquello que une a esos tres elementos: el trabajo y el dinero”.
Una constatación de Emmanuel Levinas es también la constatación de su cine: “La vida espiritual es esencialmente vida moral y su lugar predilecto es el económico”. A partir de esta verificación, su cine se pregunta qué significa ser humano hoy, “pero no en general, sino en las situaciones concretas y extremas que la sociedad construye hoy en día”. Los Dardenne nos presentan personajes que “sufren y hacen sufrir”, que se mueven en una zona de indistinción entre la víctima y el victimario. “Filmar a ese ser que se ha convertido en un acto de resistencia cinematográfica” contra “el consenso de la ética de la piedad” y “la estética sacrificadora” que propagan los medios de comunicación.
Sus personajes son seres singulares, pero de una singularidad cualquiera, que declina cualquier identidad o condición de pertenencia, por lo que suelen situarse en los márgenes del Estado: su sola existencia es ya un desafío para éste. Todo su cine es una prueba de imaginación o fuerza moral para ponerse en el lugar de este otro cualquiera. A veces, hasta los propios personajes ocupan en la película el lugar del otro, como Olivier y Francis en la carpintería, debido a la relación de aprendizaje. “Quizá sea eso el espejo del arte cinematográfico. Permitir al espectador equivocarse sobre su persona. No reconocerse, tomarse por otro, ser otro. Percibir, en la noche de la proyección cinematográfica, al otro, que eres tú mismo, pero que tu mirada diurna te ocultaba”.
En su limbo moral y social, los personajes de los Dardenne “deben reaprender a existir más allá de su voluntad de supervivencia, reaprender qué es humano en el hombre, habría dicho Vassili Grossman”. “¿Cómo vivir con un muerto que pide una reparación?”, se pregunta a propósito del personaje de Olivier. “Quizá lo que descubra el padre del niño asesinado no sea el perdón, sino la imposibilidad de matar. El alma humana, según Levinas”. Y no matando a Francis, “es el padre que quizá permita a Francis reconciliarse con la vida”.
A los Dardenne les preocupaba que El hijo pudiese generar un falso debate sobre el perdón, por eso recalcaron la “arrogancia de orgulloso” de Olivier, que se cree capaz de perdonar al asesino de su hijo. “Se cree por encima de los humanos. Se cree Dios”; pero Dios ha muerto, y que su sitio está vacío: “Sobre todo, no ocuparlo”. Sus personajes están fuera de la maquinaria teológica. Justo porque han dejado atrás el mundo de la culpa y la justicia son sencillamente la vida humana. Su “salvación”, más allá de la perdición y la redención, es del carácter más íntimo, pues sólo se salvan en el punto en el que no quieren ser salvados, lo que apunta a la salvación de la profanidad del mundo. “El arte no puede salvar el mundo, pero puede recordarnos que es posible salvarlo”, escribe Luc Dardenne en su diario.
Incluso en estos tiempos
Por Javier Luzi
Olivier roba las llaves del departamento donde vive Francis. Lo hemos visto, primero, rehusarse a aceptarlo como aprendiz en su taller y luego tomarlo a cargo. También nos lo han mostrado vigilando al chico sin mucha más información sobre intenciones o causas. Cuando el hombre entra al cuarto vacío -vacío de su dueño y de cualquier objeto innecesario- asistiremos a una escena crucial del film. Olivier se detendrá en posar su mano sobre la mesa, sobre el despertador y finalmente se acostará en la cama. En ese instante, si alguna duda aún le quedaba sobre qué hacer (él no sabe exactamente qué hacer pero sí sabe qué no quiere hacer), se habrá disipado. Ponerse en el lugar del otro es una frase hecha y una noble decisión pero muy difícil de llevar a cabo, sobre todo si ese otro es tan cercanamente nuestro mayor fantasma o, lo que es más humano, nuestro peor enemigo.
El hijo es, a la vez que una especie de ensayo sobre la comprensión, el perdón y la solidaridad, una película atrapante que no expulsa público a pesar de elegir contar una historia de manera aséptica y con la crudeza y la precisión del filo de una navaja, que no necesita de grandes, sesudos y supuestamente importantes parlamentos para decir lo que quiere, que escapa a los golpes bajos y al uso melodramático de la música para lograr el llanto en el espectador. Conmueve, pero permitiendo que el sentimiento y la razón se expresen a la par, lo que consigue que el efecto sea más contundente todavía.
Los hermanos Dardenne plantean de manera concluyente la imperiosa necesidad de confluir forma y contenido. Si bien la manera de encarar la puesta en escena puede resultar un tanto incómoda para el espectador más habituado a otro tipo de películas, ese ahogo, esa asfixia, ese clima opresivo que devuelven los planos que parecen aprisionar a los personajes como aquellas paredes de una habitación que se mueven hasta aplastar lo que quede en el medio, esas nucas que son nuestro principal marco de referencia -la cámara siempre va detrás de los cuerpos como llegando tarde o como mostrando que es imposible adentrarnos en la conciencia de quien nos está llevando y, entonces, ver no significa nada-, esos silencios y esos parcos intercambios de palabras que sumarán resultado cuando todo haya concluido, cada minuciosa imagen utilizada para representar la historia no es más que la que la misma trama supo expeler de sí.
Película difícil si las hay, El hijo se inmiscuye en una cuestión de alcance universal y atemporal y que los argentinos en particular, como sociedad, hemos vivido recientemente. ¿Cuántas marchas de velas blancas pidiendo -enceguecidos por la venganza disfrazada de justicia, arrastrados por el dolor sincero pero politizado de un padre que lloraba en público el asesinato injustificado de un hijo- un sistema punitivo regresivo, un código penal que contemple las diferencias (de clase) y olvide su función reguladora de arbitrio entre partes con intereses en colisión? ¿Qué decir entonces de un (otro) padre que procura entender qué ha sucedido para llegar a donde estamos? Que no grita, no juzga, no exige, no arrastra consigo a quien no esté dispuesto a la experiencia de conocer al Otro que, a la larga, dejará de serlo. Que no sabe si hace bien, si está traicionando la memoria de su hijo muerto, pero que sabe que por un ser humano vale la pena el intento.
Con una sagaz sutileza en el manejo de las alegorías o simbolismos religiosos que afloran por doquier, observamos que ninguno de éstos se cristalizan ni portan La Verdad, sino que parecen desvelarse cuando ya todo ha sucedido y el último fotograma se presenta ante nuestros ojos. La relación de “adopción” de un padre putativo (que además se requiere como padrino) que ejerce el oficio de carpintero es más que evidente con la historia cristiana, así como el reclamo de Jesús de “toma tu cruz y sígueme” en el ejercicio de los aprendices subiendo una escalera con un listón en sus espaldas, por no referirme a la mismísima escena final donde los maderos reconocidos y elegidos son envueltos como “amortajados” con una tela negra por ambos protagonistas en un rito que no puede significar de ninguna manera el entierro definitivo de los muertos sino el acompañamiento sincero en semejante trance insuperable.
Un film que muestra que la moral (el conjunto de normas y costumbres aplicables para una convivencia) tiene una instancia superadora en la ética (la reflexión sobre esos parámetros). Un obra de arte que cuestiona y emociona con una nobleza y una dureza irrefutables.
Entrevista con Jean Pierre y Luc Dardenne
por Pamela Biénzobas
Sus películas están muy ancladas en una realidad local. ¿Su vida internacional les importa?
-Jean-Pierre Dardenne (J-PD): Sí, claro. Somos como todos los cineastas cuando hacemos una película. Aunque como usted dice estamos muy anclados en la región de Seraing, no lejos de la frontera alemana, a lo largo del río Mouse. Esta región fue minera y siderúrgica, y como muchas regiones de Europa basadas en estas industrias, hoy día tiene dificultades para recuperar el aliento. Y además es la región de nuestra infancia.
Aunque filmemos ahí, por supuesto que nos importa que las historias que contamos ahí puedan hablarle a los espectadores de otros países. No es porque uno filme una película en un lugar bien preciso que la historia de hombres y de mujeres que uno cuenta no vaya a interesar a otros hombres y otras mujeres en países extranjeros. Al contrario, eso nos importa.
Y Chile, en particular, ¿significa algo para ustedes?
J-PD: Sabíamos que El niño había ganado el premio principal en el festival chileno, y que la película se estrenaría comercialmente en Chile. Es un país al que nunca hemos ido, ninguno de los dos. De hecho conocemos poco Sudamérica. Chile, para la gente de nuestra generación, es el golpe de Estado de Pinochet. Ese es el gran punto de encuentro de la gente de nuestra generación con Chile, a través, entre otras cosas, de los exiliados políticos que se vinieron a Liège o a Bruselas, y algunos de los cuales han sido nuestros amigos.
En un lugar como Chile, y aún más en tantos otros países, para muchos la precariedad que ustedes describen es paradisíaca comparada con otras realidades. ¿Están conscientes de que filman una especie de miseria privilegiada?
J-PD: Sí, y le diré que lo que nos importa no es filmar la miseria. En El niño, elegimos los personajes de Bruno y Sonia, que viven al margen de nuestras sociedades occidentales. En cierta forma están un poco reducidos a la condición de supervivencia, de estar arreglándoselas. Bruno es un personaje que no quiere integrarse a la sociedad; eso no le interesa. Es un pequeño bandido. En nuestras películas nunca hemos dicho "miren lo que la gente hace a causa de la miseria en que viven". Por ejemplo, en El niño, nunca dijimos que la causa de que Bruno vendiera a su hijo es que está reducido a la miseria.
Son personajes al margen, es cierto, pero seguimos el recorrido de individuos. Vemos cómo esos individuos pueden cambiar o no, y de qué manera. Es cierto que elegimos el margen de la sociedad, quizás porque ahí tienen menos posibilidades, menos elección, menos escapatoria que la gente que está más integrada, que tiene más medios financieros.
Entonces no es necesariamente con una intención de denuncia.
J-PD: No, digo simplemente que nunca hemos ligado el acto de Bruno al hecho de que no tuviera recursos financieros. Por lo demás, tiene recursos, ya que roba. No está obligado a vender a su hijo para sobrevivir. No es eso lo que contamos. Nosotros contamos la historia de un muchacho para quien los demás no existen. Sólo existe él mismo y su placer inmediato. Ese niño no existe para él. La apuesta que tratamos de hacer es si acaso va a lograr descubrir que tiene un hijo.
¿Podrían o querrían filmar estas historias en otro contexto, en otro paisaje?
J-PD: Digo esto con toda humildad: cuando uno hace una película, pienso que uno no está en la situación de alguien que va a un restaurante y dice "¿Qué voy a comer? ¿Pescado, carne?" Resulta que para nosotros este paisaje, esta región… nos dan ganas de filmar aquí. No nos preguntamos "¿Podemos poner nuestra historia aquí o allá?" Cuando empezamos a trabajar la vemos aquí. Puede que en el futuro eso cambie, pero hasta el momento nunca nos hemos dicho "¿Y si lo situáramos en otro lado?" No nos lo preguntamos. La historia de Sonia y Bruno se desarrolla en gran parte a lo largo del río, cerca de la ciudad de Seraing, de la que se ven pedacitos, pero no mucho.
Es decir, para ustedes es algo obvio filmar ahí.
J-PD: Hasta ahora sí, es así naturalmente… Ahora le paso a mi hermano.
(Jean-Pierre Dardenne se despide y, tal como lo había anunciado al comenzar la conversación, pasa la palabra a su hermano mayor, quien saluda cordialmente antes de comenzar a responder.)
¿En qué medida sus opciones estéticas están dadas por el tema?
-Luc Dardenne (LD): No sé si están impuestas por un tema. Diría que las cosas se hacen al mismo tiempo. Las relaciones entre los personajes que queremos filmar implican que los decorados, el vestuario, la luz, los diálogos, estén casi al interior. Es decir, nunca serán cosas que sobre-signifiquen, que sean símbolos, que entreguen un discurso proveniente del exterior y que sea una demostración. Estamos dentro y tratamos de mantenernos dentro con los personajes. Al mismo tiempo, diría que hay una cierta pobreza en nuestros decorados, en los diálogos… una cierta simpleza que necesitamos para crear la intensidad que queremos.
¿También a nivel de la cámara, de los movimientos, del montaje?
LD: Es lo mismo. Es para crear una tensión. La cámara está ahí, sobre el hombro del camarógrafo, e intenta seguir el más mínimo movimiento del personaje; seguirlo o bien llevarle la contra; depende. Pero lo que nos interesa es tratar de filmar un ser vivo, y tratar de que el espectador esté a la vez dentro y fuera. Está casi dentro; la cámara lo invita a entrar, pero no está dentro, porque el personaje se escapa; la cámara hace el movimiento contrario. El personaje pareciera adelantarse a la cámara. La cámara no sabe lo que él va a hacer, se acerca. Tratamos de poner al espectador en esta situación en la que comparte una experiencia –la del personaje- y al mismo tiempo no puede identificarse realmente. Lo intenta, y de a momentos lo hace. Y de pronto el personaje hace algo que no se esperaba, y lanza al espectador muy lejos. Luego el espectador vuelve hacia el personaje. Por ejemplo, nos gusta mucho que un personaje con el cual el espectador se ha identificado de a momentos lo sorprenda. Ya sea por sus movimientos –la cámara lo esperaba aquí pero él va hacia allá-, ya sea en sus movimientos morales: se piensa que el personaje ha hecho una mala acción, se le condena y ¡hop! de hecho se le condenó demasiado rápido. O al contrario, uno se dice "no, no puede hacer eso" y lo hace. Eso provoca –eso esperamos- una reflexión, un pensamiento en el espectador.
¿El trabajo, los diálogos, los movimientos de cámara están bien planificados o hay lugar para alguna medida de improvisación?
LD: No hay improvisación. Trabajamos mucho. Jean-Pierre y yo trabajamos alrededor de un mes y medio con los actores antes del rodaje, con una cámara de video. Sin actuar demasiado, sino para ver los movimientos, cuando hay una caída, cuando tiene que escalar algo, llevar algo… la relación con los accesorios y con el decorado, y los
movimientos. Luego, cuando hemos hecho eso seguimos trabajando en el set todas las mañanas, una, dos, tres horas, sólo con los actores.
Luego llamamos al equipo técnico y decimos "miren, esto es lo que van a hacer". El camarógrafo y el ingeniero de sonido vienen, miran y luego dicen "yo haría esto de tal manera para la iluminación", "voy a hacer el sonido así…". Con el camarógrafo trabajamos un poco más porque con él todavía encontramos cosas nuevas. Puede que proponga que en un momento dado la cámara haga esto más bien que aquello. Entonces decimos "pero nosotros queremos de todos modos tal cosa", o "ah, entonces podemos cambiar esto" y así vamos encontrando cosas.
Cuando todo eso está hecho, y estamos de acuerdo sobre lo general, el foquista toma sus medidas de referencia, pero los actores no tienen marcas en el piso. Ya hemos ensayado tanto que siempre hacen lo mismo. A partir de eso filmamos, filmamos y filmamos. No paramos hasta sentir que tenemos la toma correcta. A veces es una sola toma, a veces veinte, a veces treinta, a veces cuarenta… podemos hacerlo en varios días, porque nosotros rodamos harto tiempo. Por eso nuestras películas son pobres, o más bien no tienen grandes presupuestos, pero de todos modos son tres millones o dos millones y medio de euros. Porque filmamos doce, trece semanas con los actores. Lo hemos previsto y planificado todo, pero rodamos mucho. Y son tomas largas. Entonces, al filmar tomas largas, con los automatismos que nacen a medida de que rodamos, los actores empiezan a hacerse un poco diferentes, un poco cansados. Hacen cositas nuevas, que no habían hecho antes; el fotógrafo capta mejor algo… hay pequeños accidentes muy interesantes para nosotros.
Hay cosas que se producen, el azar que se introduce en la planificación. Y eso es lo que nos interesa. Porque en un plano de cuatro o cinco minutos, siempre pasa algo imprevisto, aunque hayamos planificado todo. Pero por ejemplo, si pregunta si acaso planificamos el hecho de que en Rosetta en un momento ella va hacia la derecha y la cámara hacia la izquierda, sí, eso lo planificamos, porque queremos mostrar que la cámara no sabe lo que va a hacer Rosetta. Va detrás de Rosetta, la sigue en el sentido en que no está en su cabeza. Se queda fuera. Entonces Rosetta va hacia la derecha y la cámara pensaba que iba a la izquierda, y luego de girar a la izquierda se devuelve a la derecha para seguir a Rosetta.
En toda esta planificación y todo el trabajo, ¿cómo es el hecho de trabajar de a dos?
LD: Hacemos todo juntos, sobre todo en el rodaje. Ahí tenemos el monitor de video, entonces nos separamos sin separarnos, por decirlo así. Ensayamos juntos con los actores y luego llega el equipo técnico y uno de nosotros explica el plano, y el otro va al monitor de video, que se encuentra a unos diez o veinte metros. Luego mi hermano y yo hablamos de lo que acabamos de filmar. En ese momento sólo estamos nosotros dos; los demás no tienen derecho de venir a ver. Excepto el camarógrafo si en un momento dado hay algún problema, o el director de fotografía si cree que se vio un foco de luz dentro el cuadro.
Entonces la película la hacemos de a dos una vez que la toma está hecha. Discutimos delante de ese monitor de video. Hemos grabado lo que hemos hecho, así es que si queremos podemos volver a ver la toma.
Ese trabajo conjunto tan integrado, ¿satisface sus necesidades creativas individualmente?
LD: Sí, así es como nosotros siempre lo hemos hecho. El cine lo empezamos de a dos. Nunca nos hemos preguntado si acaso uno querría hacer una película sin el otro. Diría que es algo que está desde el principio, entonces siempre hemos funcionado así, y eso nos gusta. No tenemos ganas de hacer una película en solitario. Para nada. Mi hermano tampoco. La soledad existe, aunque trabajemos de a dos. El problema es que a veces
cuando la gente trabaja de a dos significa que uno descansa en el otro, que uno duerme mientras el otro trabaja, y viceversa. No es así con nosotros. Los dos hacemos la misma película, del principio al fin. Es una larga historia. Ya van treinta y tres años que hacemos eso. Si no funcionara bien, hace rato que hubiésemos parado.
¿Por qué hacen cine? Si no hicieran cine, ¿qué harían?
LD: No tengo idea. Ni idea. Fueron ciertos encuentros que hicieron esto. Trabajamos con el director de teatro y cine Armand Gatti. Hicimos teatro con él y luego cine en Irlanda del Norte. El nos inició. Nos transmitió algo, y en eso estábamos los dos. Si se quiere, este director nos reunió en torno a la cámara. Y eso hizo que para nosotros
pareciera algo natural. Y nos dijimos "vamos a tratar de hacer algo también". Al principio copiamos mucho lo que él hacía. Eso se ve, la cercanía con su trabajo. Para nosotros el cine comenzó cuando estábamos de a dos, gracias a él. Fue un poco nuestro segundo padre; el padre en el cine. Y somos hijos fieles.
¿Definen ustedes su cine como un cine socialmente comprometido?
LD: No sé. Me da lo mismo lo que piense la gente, si es comprometido o no. El peligro si uno dice que es comprometido es que significaría que los demás no lo son. Y todos lo somos. Lo que sea que uno haga, incluso si hace películas que no tienen nada que ver con los eventos políticos o sociales. Pienso que todo el cine está comprometido con una cierta mirada. Una mirada que va a estar entre otras, que va a modificar o va a hacer reaccionar a algunos. Cuando sale una película, es una mirada acerca del mundo, de la vida misma, de las relaciones entre las personas.
Ahora es obvio que como nosotros filmamos en el margen de la sociedad, filmamos lo que no se suele ver, lo que no se quiere ver. En ese momento efectivamente hay algo que hace que nuestro cine sea, entre comillas, más político, más social. Habla de la sociedad y sobre todo de esa parte de la sociedad que no participa o no comparte los beneficios de la redistribución de los bienes. La gente que no tiene trabajo, la gente que no vive realmente en casas, la gente que se encuentra en el margen. Al hablar de este margen, creo que hablamos efectivamente del centro. A mí me parece muy bien que se diga "comprometido", pero hoy día ¿qué es un cantante comprometido?, por ejemplo. Es difícil hoy día emplear esa palabra excepto tal vez para documentales que denuncian algo. Pero los que no denuncian y que esconden, también están comprometidos. Es un término que hoy día yo trataría con mucha precaución. Diría simplemente que el cineasta se compromete con la mirada que da hacia lo que filma, y que entrega a aquellos y aquellas a quienes muestra eso que filma. Ahí está comprometido. Pero aunque uno filme algo interesante, si hace un plano obsceno, que busca exhortar al espectador cuando no es necesario, o que hace trampa… es una película comprometida pero de todos modos una película mala. Si tomo 9/11 (Fahrenheit 9/11) de Michael Moore, para mí es una mala película. Pero es comprometida. En otra época, una película comprometida era más bien de calidad. Hoy día ya no diría lo mismo.