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Mal de Ojo

CineClub de la Universidad César Vallejo

martes, 19 de junio de 2007

Ciclo: IN GOD WE TRUST
BAJO EL SOL DE SATÁN
Palma de Oro (unánime) en el Festival de Cine de Cannes de 1987
www.maldeojoucv.blogspot.com
maldeojo.ucv@gmail.com


Sobre Maurice Pialat


Nace el 21 de agosto de 1925 en Cunlhat (Puy-de-Dôme, Francia) y muere el 11 de enero de 2003 en París. Maurice Pialat fue pintor de vocación. Frecuentó la Escuela de Artes y Oficios y después la Escuela de Bellas Artes. Empieza en el teatro en los años 50 y después dirige algunos cortometrajes a partir de 1960. El primero, L'Amour existe, es premiado en Venecia. Entra entonces a trabajar para la televisión. La obra de Pialat (nueve películas en 25 años) revela a un cineasta inclasificable. Su primer largo, L'Enfance nue, obtiene un éxito de crítica. El resto de su obra seguirá ese patrón: retratos de marginados, de tullidos sentimentales. Dividido entre el amor y la misantropía, Pialat filma las relaciones familiares en una permanente búsqueda de la verdad: los cuadros sin concesiones de la vida conyugal en Nunca envejeceremos juntos, la agonía de una madre en La Gueule ouverte. Exigente con los actores, crea en sus rodajes un ambiente de inseguridad que se refleja en la atmósfera de películas como Loulou. Su búsqueda del realismo busca restituir los comportamientos humanos despojados de todo artificio estético. Sus largos planos secuencia delatan una cámara en busca de la intimidad de los seres y dan la sensación de improvisación a unas películas de guión férreo. Tuvo algún éxito popular y de crítica: Sous le soleil de Satan (1986, Palma de Oro en Cannes), adaptación del libro de Georges Bernanos, o Van Gogh (1991), retrato personal y apasionado de un artista a su imagen. Mezcla a menudo y con buenos resultados actores profesionales, estrellas consagradas como Gérard Depardieu, Isabelle Huppert, Sandrine Bonnaire, o Jacques Dutronc, con actores amateurs. Él mismo fue actor ocasional, especialmente en sus propias películas. Uno de los pilares del cine de Pialat es el racimo humano (...) El racimo humano, en las películas de Pialat, es la forma última de la desesperación, el momento en el que las palabras han perdido todo poder de dilucidación simbólica y sólo les queda a los pobres cuerpos humanos el enlazarse en un abrazo animal en el que ya no se sabe distinguir entre el amor y el odio, entre la locura y la razón, el yo y el otro. ¿Cómo llegan a ello los personajes de Pialat? Lo primero en él es siempre el sentimiento de lo irremediable. Sus personajes, en cada escena, saben instantáneamente cuál es su relación con el otro, tanto en la derrota como en la victoria y que toda victoria es al mismo tiempo una derrota para el vencedor. Cada uno de ellos tiene la intuición fulgurante, en el primer contacto con el otro, en el primer intercambio de miradas, en el tono de la primera palabra que se pronuncia, de que el combate será en vano. (...) Guy Marchand sabe desde la primera vez que ve a Loulou/Depardieu que Isabelle Huppert está atrapada en su magnetismo sexual y que la ha perdido irremediablemente. Vincent siempre supo que su hermano Theo, pintor frustrado y celoso de su genio, nunca encontrará ni la fuerza ni el deseo verdadero de buscarle el reconocimiento público y comercial. (...) En Le Garçu, Depardieu, a quien ninguna mujer se le resiste, sabe inmediatamente que ha perdido "en tanto que padre" ante su tierno rival. (...) Incluso Jean Yanne, en No envejeceremos juntos, sabe que ama a Marlene Jobert en el momento en que toma conciencia de que es demasiado tarde para reconquistarla. (...) En Pialat siempre hay derrota en la victoria del vencedor y hay fuerza en la debilidad del vencido. (...) Hay derrota en la certidumbre íntima de Van Gogh de ser un pintor mejor que Renoir y Cézanne: la de tener que renunciar para siempre al único reconocimiento que para él tiene valor, el de su hermano Theo, el bien nombrado. Hay derrota en la colección de conquistas de Suzanne: la de la renuncia al amor y al único chico que le importa de verdad. Pero, a la inversa, hay una gran fuerza en la debilidad de Vincent Van Gogh, como en las dudas del abate Donissan, que no sabe si esa fuerza procede de Dios o del diablo con el que se ha cruzado bajo los rasgos de un vagabundo. El cine de Pialat es exactamente lo contrario que el de Rohmer o Rossellini, en los que la revelación de la verdad se encuentra al cabo de errores y cegueras, de palabras vacías. En Pialat no hay balbuceos hacia la verdad ni hay que descifrar un camino azaroso: la desgracia es inicial y el personaje sabe inmediatamente que ha empezado en el mismo segundo en el que empieza su calvario, y que, ni la palabra obsesiva ni el enracimarse al que, no obstante, se va a lanzar a tumba abierta, conseguirán sacarlo de ahí. (...) Al contrario que Bresson, Pialat nunca filma a sus personajes solos, ni siquiera a los más atormentados por la soledad y las inquietudes morales. Ni siquiera a Van Gogh o al abate Donissan, o a Suzanne en À nos amours. (...) Sin el magnetismo de los cuerpos que se atraen, se acercan, se rechazan, se golpean, se enraciman, no hay cine que valga para Pialat. Por eso necesita que, en cada uno de sus planos, la cámara registre esos magnetismos, esas sumisiones instantaneas, la forma en que los seres humanos se husmean y sondean como los animales. (...) Y Pialat sabe bien que no hay "dirección de actores" que pueda obtener esos campos de atracción y repulsión, esas formas mudas que revelan la pura animalidad de los cuerpos, esas tensiones invisibles que atraviesan el intervalo entre los actores, se inscriben en la película y que, todo esto, que es la piedra de toque de su cine, ocurre antes que el guión, antes que los diálogos, antes incluso que la "puesta en escena", entendida como la sensata colocación de los planos. Sabe que para este cine, el único que a sus ojos merece la pena, todo error de reparto es fatal, como ya lo era a los ojos de Chaplin. No es casualidad que Gerard Depardieu sea el actor pialatiano por excelencia, en razón de ese magnetismo animal que arrastra a su paso, su forma de circular por el plano, de someter con su sola presencia y su capacidad para encarnar al mismo tiempo la debilidad de esa fuerza. (...) El terrible principio de certidumbre íntima que atrapa desde la primera mirada al otro a los personajes de sus películas, lo que no les impide ni enracimarse ni debatirse con la energía del animal atrapado en un cepo, incluso aunque sepan que no hay esperanza, es también la de Pialat cineasta a la hora de hacer sus películas. Hay en él la audaz convicción de que cada plano rodado puede arrastrar a la película que se está haciendo a una derrota sin paliativos, un peligro constante al que se enfrenta con la violencia y la intransigencia que un hombre es capaz de movilizar cuando está en juego el sentido de su vida. Pialat no ha dejado de pelear sin descanso contra el ángel, como en el último cuadro de Delacroix que se puede ver en la iglesia de Saint-Sulpice, donde dimos el último adios a este hombre. Su fuerza y sus debilidades, su violencia y su ternura han dado al cine francés de los últimos treinta años alguna de sus películas más bellas y, en cualquier caso, éstas se cuentan entre las más dignas del gran cine. "De todas formas", decía a propósito de Van Gogh, enamorado de ella, la hija del doctor Gachet, "es una sucesión de momentos de debilidad, pero, en el fondo, ¡qué fuerza!"



Alain Bergala, Cahiers du cinéma, febrero 2003.

Sobre Sandrine Bonaire


Quiero proponeros aquí una imagen de Maurice Pialat que recuerdo con mucha intensidad. Y me gustaría proponeros una imagen de Sandrine Bonaire. Antes de que fuera actriz, fue la primera aparición que tuvo Sandrine Bonaire en la pantalla en una película que se llamaba A nuestros amores (À nos amours. 1983), y él decidió encarnar el papel de su padre. Vio claro —fijaos— que no podía delegar la interpretación de ese personaje en un actor porque hacerlo hubiera supuesto dejar en manos de éste la dirección de Sandrine Bonnaire. Más que la dirección de actores, yo estoy viendo ahí un escultor sobre sus modelos. El momento que me hubiese gustado poneros es una discusión. Una charla que tienen padre e hija. Es un momento donde Maurice Pialat se salta el guión que está escrito y Sandrine Bonnaire está esperando la réplica que estaba escrita en el guión y que había memorizado. Y entonces, vemos como sonríe, empieza a decirle "ven aquí, ven aquí", y tenemos un momento bellísimo de la perplejidad real de Sandrine Bonnaire. Se rompe la máscara, por así decirlo, de la actriz y de la representación. Es un momento de lo que Rossellini llamaba ese plus de verdad. Es una tensión muy emocionante que podríamos revisar en la historia del cine. Rossellini muchas veces violentando la máscara de Ingrid Bergman para extraer algo, ese plus de realidad.

José Luis Guerín

Sobre Gerard Depardieu

Gérard Depardieu (Nacido el 27 de diciembre de 1948) actor francés nacido en Châteauroux (Centre, Francia), hijo de un trabajador de lámina metálica. Su carrera como actor comenzó en la década de los 70 y para el inicio de los 80 ya era uno de los actores franceses de mayor prestigio, el cual ganó por su papel junto a Fanny Ardant, en la película dirigida por François Truffaut, La Femme d'à côté (La mujer de al lado). Ganó su primer Premio César al mejor actor por su papel en Le Dernier métro (El último metro).

También protagonizó Le Retour de Martin Guerre, en 1982.

En la década de los 90, alcanzó la fama en Norte América también. Sus producciones de habla inglesa más importantes son Green Card, con Andy MacDowell y 1492: Conquest of Paradise.

Se casó en primer lugar con Élisabeth Depardieu, con quien tuvo dos hijos, Guillaume y Julie. Más tarde tuvo un amorío con la actriz Carole Bouquet, de 1997 al 2004.

Depardieu es el actor mejor pagado en Francia y uno de los más influyentes en la industria fílmica francesa. Ha aparecido en más de cincuenta películas y también ha dirigido y producido algunos otros grandes filmes a través de su compañía "DD Productions".

El 15 de septiembre del 2005, lanzó al mercado un libro de cocina titulado "Gérard Depardieu: My Cookbook". El 31 de octubre del 2005, anunció su intención de retirarse de la carrera de actor terminando su actual rodaje.

En 2006 dirige su primera película compartida por varios directores más, entre ellos Isabel Coixet, titulada Paris, je t'aime!


Maurice Pialat (1925-2003)
La esencia de la realidad

Por Jorge García






A lo largo de su historia, el cine francés se ha caracterizado, de un lado, por la existencia de movimientos relevantes en el desarrollo cinematográfico mundial y, del otro, por la presencia de figuras marginales, difíciles de encasillar dentro de esos movimientos (dejo expresamente fuera de esta categoría a maestros del cine como Jean Renoir y Robert Bresson). Si durante las décadas del 30 y 40 el llamado “realismo poético” representó la tradición de qualité dentro de esa cinematografía, con exponentes tan conspicuos como los directores Marcel Carné y Julien Duvivier y los guionistas Jacques Prévert y Charles Spaak –ferozmente cuestionados en su momento por los jóvenes cahieristas, aunque luego alguno de ellos se retractara–, también aparecieron por fuera de esa corriente realizadores que, como Jacques Becker y Jean-Pierre Melville, anticiparon el surgimiento de la Nouvelle Vague, un movimiento que, primero en la crítica y luego en sus películas, demostró que era posible hacer un cine diferente del que se conocía hasta ese momento en Francia. Pero decía que también existieron directores marginales, de escasa difusión comercial y a la espera de un estudio profundo de su obra, un terreno donde se podría encuadrar en los años previos al surgimiento de la Nouvelle Vague a Marcel Pagnol y Sacha Guitry, y en las últimas tres décadas, a quienes fueron probablemente los más importantes directores franceses posteriores a ese movimiento: Jean Eustache (quien se suicidó con apenas 43 años) y el recientemente desaparecido Maurice Pialat.


Nacido en 1925, Pialat asistió desde muy pequeño –tenía apenas tres años– a la Escuela de Artes Decorativas, donde también estudió arquitectura y pintura, algo que le fue útil para ganarse la vida como pintor en los años de la guerra. Al final de la contienda realizó varias exposiciones, fue luego actor de teatro y a partir de 1958, año en que rodó un corto para la televisión, comenzó un acercamiento más intensivo al cine como director, operador y montador, filmando varios cortometrajes, el primero de los cuales, L’amour existe (1960) ganó un premio en el festival de Venecia. Tras algunos trabajos más en ese terreno, Pialat debutó en el largometraje en 1968, cuando ya tenía más de 40 años, rodando entre esa fecha y 1995 –año en que realizó Le garçu, su última película– apenas diez films, varios de ellos considerados por la crítica internacional más exigente entre los más importantes del cine contemporáneo. Director
poco conocido por el público, incluso en Francia, su intransigencia frente a los productores y la prensa cholula le valió cargar con el sambenito de hombre colérico y antipático (algo taxativamente desmentido por el crítico español Miguel Marías, quien tuvo ocasión de tratarlo personalmente en varias ocasiones). Una caracterización apresurada de la filmografía de Pialat ha tendido a identificar sus mecanismos narrativos con los propuestos por el llamado cinéma vérité, pero la simple visión de sus films destruye rápidamente esa afirmación. En cuanto a los rasgos estilísticos principales de su obra (hay que tener en cuenta que en nuestro país sólo se estrenaron comercialmente dos de sus películas, Loulou y Policía, seguramente por la presencia de Gérard Depardieu en el reparto, y varias de las restantes se pudieron ver –de manera esporádica y por cierto que no cronológicamente– en alguna semana de cine francés o en ocasionales exhibiciones de la Alianza Francesa), se debe señalar ante todo que se trata de un director que construye sus ficciones con un rigor casi documental en la búsqueda obsesiva de la “verdad” dentro de cada plano. Enemigo de los guiones planificados de antemano, sus films se van estructurando sobre la marcha con un amplio margen de improvisación, recurriendo a planos largos –en muchos casos rodados en tomas únicas– en los que adquieren un rol preponderante el montaje dentro del cuadro y la intensidad del trabajo de los actores (Pialat –él mismo, también un excelente actor– pertenece a la categoría de directores considerados “dictatoriales” con sus intérpretes –en varias ocasiones no profesionales– en su afán por conseguir los resultados buscados). Si bien en sus films no escasean las referencias autobiográficas, la objetividad y el distanciamiento con que están presentadas las distintas historias, su tono seco y austero, no exento de ambigüedad, su aparente impasibilidad ante los hechos narrados que encierra toda una postura moral y la absoluta ausencia de sentimentalismo los convierten en lúcidas crónicas que exceden ampliamente el plano personal para transformarse en descarnadas reflexiones sobre distintos aspectos de aquello que llamamos “realidad”. En su obra pueden, por cierto, detectarse ecos de otros realizadores (Bresson, por el ascetismo de la puesta en escena, aunque sin sus resonancias místicas y religiosas; Cassavetes, por la manera de aproximarse a los personajes, sobre todo en los dos films protagonizados por Depardieu, sin la tendencia al psicodrama recargado del realizador norteamericano), pero es tal vez Roberto Rossellini el director más afín a la obra de Pialat en su utilización del tiempo real de cada escena como una manera de descubrir la auténtica esencia de la realidad y su verdad más profunda.

Las características señaladas pueden apreciarse en la cruda descripción de la vida cotidiana de un niño que, abandonado por su madre, comienza precozmente a relacionarse con la delincuencia (La infancia desnuda), en el progresivo deterioro de una relación de pareja sostenida trabajosamente a lo largo de los años (No envejeceremos juntos), en la manera en que afecta a un hombre y su pequeño hijo la lenta agonía de su esposa aquejada de una enfermedad terminal (Con la boca abierta, un film de una crudeza y verismo casi insoportables), en los conflictos de un grupo de adolescentes en una pequeña granja rural (Passe ton bac d’abord, el único film del director nunca exhibido en ningún soporte en nuestro país), en la mirada pesimista sobre la Francia de los años posteriores al Mayo de 1968 (cercana a la de Jean Eustache en la formidable La mamá y la puta) en Loulou; en las repercusiones que provoca en una familia la conducta promiscua de una adolescente –Sandrine Bonnaire, descubierta por Pialat, en su impactante debut– (A nuestros amores), en el riguroso estudio de caracteres tras la aparente estructura de película “policial” (Policía); en la reflexión sobre la fe, la salvación y el demonio desde el punto de vista de un agnóstico en Bajo el sol de Satán, adaptación de una novela de George Bernanos, cuya premiación en Cannes irritó a buena parte de la prensa internacional, o en la incidencia que provoca en un adolescente la muerte de su padre (Le garçu, su último film). Dejo para el final Van Gogh, posiblemente su obra maestra, una personalísima mirada sobre el torturado pintor holandés –y por extensión sobre el rol del artista en el mundo– centrada en sus últimos tres meses de vida, que elude los tópicos habituales sobre sus histéricos arranques de locura para presentarlo como un personaje melancólico, sensible y depresivo (una gran interpretación de Jacques Dutronc).


Maurice Pialat fue un artista mayor, no sólo en el cine francés, sino también en el cine a secas, cuyo reconocimiento masivo aún no ha llegado. Como todo artista intransigente en sus principios –no sólo estéticos sino también éticos–, su obra casi nunca se codeó con el éxito comercial, ni siquiera en Francia, y su obsesiva búsqueda de autenticidad le hizo bucear en episodios de su propia vida, presentados siempre sin ningún tipo de concesión sentimental. Más allá del reconocimiento actual de algunos sectores de la crítica, no es prematuro afirmar que su obra, como la de todos los grandes creadores de la historia del cine, se agigantará con el paso del tiempo. Ojalá que en algún momento se pueda
hacer en nuestro país una retrospectiva que permita el conocimiento de su filmografía de manera completa y cronológica.



Bernanos, el perfecto inconformista
Por Daniel Bermond








Georges Bernanos poseía la voz, la envergadura y la inspiración del anatematizador que nunca dejó de ser en su tarea periodística, de polemista y de novelista. Una voz de bronce que fascinaba a sus interlocutores tanto como su poderoso cuerpo y su rostro macizo, sombrío, pero iluminado por una mirada sorprendentemente clara que se posaba sin benevolencia sobre los hombres y el mundo. ¿Era la mirada de un visionario o acaso la de un profeta de las desgracias venideras?



Bernanos, que murió hace cincuenta años (el 5 de julio de 1948), pertenece a la corriente de escritores católicos franceses del siglo XX que, de León Bloy (1846-1917) a Paul Claudel (1868-1955) y François Mauriac (1885-1970), exploraron la maldad y la decadencia del hombre, así como las posibilidades para la salvación del alma. En su universo, marcado por la desesperación de un destino truncado y de una inocencia mutilada, el Mal se reencarna en los seres más sórdidos y la Condenación, omnipresente, tiene el peso de una fatalidad implacable que juzga y castiga.




Bernanos, nacido en París en 1888 en el seno de una familia de artesanos de generación en generación, estuvo immerso desde su infancia en un ambiente tradicionalista, monárquico, antiparlamentario y antirrepublicano. Compartió el antisemitismo de una Francia conservadora que se alzó a finales de siglo, durante el caso Dreyfus, contra la otra Francia, laica y progresista, si bien en los años treinta denunciaría la repugnante monstruosidad del racismo nazi.



Siendo aún estudiante de Derecho y de Letras, se unió desde su creación a principios de siglo al movimiento monárquico de Charles Maurras, Action française. Desfiló entre los Camelots du roi, con un bastón emplomado y un sombrero hongo lleno de papel, provocando en el Barrio Latino de París a los partidarios de esa república burguesa y materialista que había expulsado a Dios de las escuelas y de la vida pública… La policía cargó contra los manifestantes y se llegó a detener al joven Bernanos, nacionalista exaltado, de lo que haría alarde toda su vida.



Esta insumisión se dirigió primero hacia su familia política. Tras la victoria de 1918, en la que participó, se retiró de Action française. No por haber descubierto las virtudes de la república, ni porque su trabajo de inspector de seguros -que desempeñó para satisfacer las necesidades de sus seis hijos- le obligase a alejarse de la vida política, sino porque la formación realista había perdido para él el impulso revolucionario que lo animó, al rebajarse a aceptar las reglas de la democracia popular y presentarse a las elecciones.



Siguió defendiendo a Action française en 1926, cuando fue condenada por el papa Pío XI, pero su expulsión de las filas monárquicas fue el resultado lógico de las discrepancias, cada vez más profundas, entre él y Maurras.


El eterno anatematizador


Sus relaciones empeoraron a raíz de su breve colaboración con el periódico Le Figaro, que entonces dirigía el poco escrupuloso multillonario François Coty -al que Maurras calificaba de plutócrata-, y de la publicación del panfleto La grande peur des bien-pensants (1930), crítica feroz del mercantilismo de la clase política, de los extravíos de la Iglesia y del "aburguesamiento" de Action française. Bernanos se convertiría en un impostor y un falsificador para sus antiguos compañeros de armas que no comprendieron su posición escéptica ante las manifestaciones facciosas organizadas en febrero de 1934 por las organizaciones de extrema derecha, ni su denuncia a los crímenes franquistas durante la guerra civil española.



En Palma de Mallorca (en las islas Baleares), donde se había instalado con su numerosa prole, asistió al alzamiento de los nacionales que en un principio celebró y a los que después tacharía de utilizar métodos que matan y violan en nombre de Cristo. Los grandes cementerios bajo la luna (1938) proclaman su desamparo frente a todas las traiciones, ya sean las del ideal cristiano, las del fascismo que corroe a Europa o las del viejo nacionalismo francés, extenuado y charlatán. Aunque la izquierda, en particular el joven Albert Camus, alabaron esta obra, las orientaciones de Bernanos no habían cambiado. Su anticonformismo no es sino una forma de afirmar sus creencias ni demócrata ni repúblicano, ni de izquierdas ni de derechas, ¿qué soy acaso? Soy cristiano.



Un cristiano muy particular. Durante estos años de ruptura con su ambiente político, Bernanos escribió la mayor parte de su obra novelística en la que aparece esa fe exigente, absoluta, llena de renunciamiento. Bajo el sol de Satán (1926) opone dos tipos de espiritualidad: la ruda y austera del abad Donissan con la mundana e instruida de un clero cómodamente comprometido con su tiempo. Retoma este tema en filigrana en La impostura (1928): el abad Chevance exalta la áspera santidad de los corazones simples mientras que el abad Cénabre, con su erudición y sus fantasías de hombre de mundo, representa a una Iglesia que no sabe sino hablar a los estómagos.



Esta mística de la gracia vuelve a aparecer en La alegría (1929) y sobre todo, a través de la agonía casi crística del cura de Ambricourt, en Diario de un cura rural (1936), una de las obras maestras de Bernanos. Publicado en 1946 pero concebido antes de la guerra, Monsieur Ouine desarrolla las obsesiones del autor sobre el Mal que se cierne en las mentes demasiado propensas a la abstracción y sobre la redención prometida a los humildes, a los santos anónimos. Diálogo de carmelitas (1949), drama póstumo, nos muestra, encarnada bajo la fragilidad de Blanche, la imagen de una pureza de alma alcanzada a base de renunciación.

Durante los años treinta, Bernanos es un hombre abatido. Europa se va a la ruina, será castigada por sus errores, sus repetidas abdicaciones, sus despotismos sin Dios, sus democracias impotentes… Decide marcharse a Paraguay en 1938, después a Brasil, donde intenta recomponer sus finanzas explotando, sin gran acierto, unas haciendas.



La alegría innoble con la que se acogió el acuerdo de Munich* lo desploma, el agotamiento espiritual de la Francia vencida en 1940 le abruma y la llegada a Vichy de una ridícula dictadura agrícola, aplaudida por sus antiguos compañeros políticos, le consterna. Toma partido por el general de Gaulle, al frante de la Francia libre, sin entrar en la Resistencia oficial. Desde Brasil observa los acontecimientos, se indigna, vocifera, lanza imprecaciones. Sin embargo, la Liberación no le llena de júbilo. Le disgusta la depuración política que tiene lugar en Francia.
Vuelve a Europa pero enseguida vuelve a marcharse, esta vez a Túnez, quejándose ahora de la ley de los vencedores. Su último panfleto, Français, si vous saviez, escrito a pesar de las primeras manifestaciones de la enfermedad que acabaría con él, está muy en su línea de acusador público. Por cuarta vez rechaza la Legión de honor y también la proposición de ser miembro de la Academia francesa. Hasta el último momento, Bernanos fue, en el sentido noble que él daba a esta palabra, un irrecuperable.

* Por miedo a un conflicto con Hitler, las democracias occidentales permitieron la anexión del territorio checoslovaco de los Sudetes a la Alemania nazi.
posted by maldeojo, 17:06

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