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Mal de Ojo

CineClub de la Universidad César Vallejo

martes, 31 de julio de 2007












Ciclo: VISIONES DE LUZ. EL COLOR








VAN GOGH
Premio Cesar al Mejor Actor de 1992
En Competencia Oficial Festival de Cine de Cannes de 1991
http://www.maldeojoucv.blogspot.com/
maldeojo.ucv@gmail.com






Sobre Maurice Pialat









Nace el 21 de agosto de 1925 en Cunlhat (Puy-de-Dôme, Francia) y muere el 11 de enero de 2003 en París. Maurice Pialat fue pintor de vocación. Frecuentó la Escuela de Artes y Oficios y después la Escuela de Bellas Artes. Empieza en el teatro en los años 50 y después dirige algunos cortometrajes a partir de 1960. El primero, L'Amour existe, es premiado en Venecia. Entra entonces a trabajar para la televisión. La obra de Pialat (nueve películas en 25 años) revela a un cineasta inclasificable. Su primer largo, L'Enfance nue, obtiene un éxito de crítica. El resto de su obra seguirá ese patrón: retratos de marginados, de tullidos sentimentales. Dividido entre el amor y la misantropía, Pialat filma las relaciones familiares en una permanente búsqueda de la verdad: los cuadros sin concesiones de la vida conyugal en Nunca envejeceremos juntos, la agonía de una madre en La Gueule ouverte. Exigente con los actores, crea en sus rodajes un ambiente de inseguridad que se refleja en la atmósfera de películas como Loulou. Su búsqueda del realismo busca restituir los comportamientos humanos despojados de todo artificio estético. Sus largos planos secuencia delatan una cámara en busca de la intimidad de los seres y dan la sensación de improvisación a unas películas de guión férreo. Tuvo algún éxito popular y de crítica: Sous le soleil de Satan (1986, Palma de Oro en Cannes), adaptación del libro de Georges Bernanos, o Van Gogh (1991), retrato personal y apasionado de un artista a su imagen. Mezcla a menudo y con buenos resultados actores profesionales, estrellas consagradas como Gérard Depardieu, Isabelle Huppert, Sandrine Bonnaire, o Jacques Dutronc, con actores amateurs. Él mismo fue actor ocasional, especialmente en sus propias películas. Uno de los pilares del cine de Pialat es el racimo humano (...) El racimo humano, en las películas de Pialat, es la forma última de la desesperación, el momento en el que las palabras han perdido todo poder de dilucidación simbólica y sólo les queda a los pobres cuerpos humanos el enlazarse en un abrazo animal en el que ya no se sabe distinguir entre el amor y el odio, entre la locura y la razón, el yo y el otro. ¿Cómo llegan a ello los personajes de Pialat? Lo primero en él es siempre el sentimiento de lo irremediable. Sus personajes, en cada escena, saben instantáneamente cuál es su relación con el otro, tanto en la derrota como en la victoria y que toda victoria es al mismo tiempo una derrota para el vencedor. Cada uno de ellos tiene la intuición fulgurante, en el primer contacto con el otro, en el primer intercambio de miradas, en el tono de la primera palabra que se pronuncia, de que el combate será en vano. (...) Guy Marchand sabe desde la primera vez que ve a Loulou/Depardieu que Isabelle Huppert está atrapada en su magnetismo sexual y que la ha perdido irremediablemente. Vincent siempre supo que su hermano Theo, pintor frustrado y celoso de su genio, nunca encontrará ni la fuerza ni el deseo verdadero de buscarle el reconocimiento público y comercial. (...) En Le Garçu, Depardieu, a quien ninguna mujer se le resiste, sabe inmediatamente que ha perdido "en tanto que padre" ante su tierno rival. (...) Incluso Jean Yanne, en No envejeceremos juntos, sabe que ama a Marlene Jobert en el momento en que toma conciencia de que es demasiado tarde para reconquistarla. (...) En Pialat siempre hay derrota en la victoria del vencedor y hay fuerza en la debilidad del vencido. (...) Hay derrota en la certidumbre íntima de Van Gogh de ser un pintor mejor que Renoir y Cézanne: la de tener que renunciar para siempre al único reconocimiento que para él tiene valor, el de su hermano Theo, el bien nombrado. Hay derrota en la colección de conquistas de Suzanne: la de la renuncia al amor y al único chico que le importa de verdad. Pero, a la inversa, hay una gran fuerza en la debilidad de Vincent Van Gogh, como en las dudas del abate Donissan, que no sabe si esa fuerza procede de Dios o del diablo con el que se ha cruzado bajo los rasgos de un vagabundo. El cine de Pialat es exactamente lo contrario que el de Rohmer o Rossellini, en los que la revelación de la verdad se encuentra al cabo de errores y cegueras, de palabras vacías.




En Pialat no hay balbuceos hacia la verdad ni hay que descifrar un camino azaroso: la desgracia es inicial y el personaje sabe inmediatamente que ha empezado en el mismo segundo en el que empieza su calvario, y que, ni la palabra obsesiva ni el enracimarse al que, no obstante, se va a lanzar a tumba abierta, conseguirán sacarlo de ahí. (...) Al contrario que Bresson, Pialat nunca filma a sus personajes solos, ni siquiera a los más atormentados por la soledad y las inquietudes morales. Ni siquiera a Van Gogh o al abate Donissan, o a Suzanne en À nos amours. (...) Sin el magnetismo de los cuerpos que se atraen, se acercan, se rechazan, se golpean, se enraciman, no hay cine que valga para Pialat. Por eso necesita que, en cada uno de sus planos, la cámara registre esos magnetismos, esas sumisiones instantaneas, la forma en que los seres humanos se husmean y sondean como los animales. (...) Y Pialat sabe bien que no hay "dirección de actores" que pueda obtener esos campos de atracción y repulsión, esas formas mudas que revelan la pura animalidad de los cuerpos, esas tensiones invisibles que atraviesan el intervalo entre los actores, se inscriben en la película y que, todo esto, que es la piedra de toque de su cine, ocurre antes que el guión, antes que los diálogos, antes incluso que la "puesta en escena", entendida como la sensata colocación de los planos. Sabe que para este cine, el único que a sus ojos merece la pena, todo error de reparto es fatal, como ya lo era a los ojos de Chaplin. No es casualidad que Gerard Depardieu sea el actor pialatiano por excelencia, en razón de ese magnetismo animal que arrastra a su paso, su forma de circular por el plano, de someter con su sola presencia y su capacidad para encarnar al mismo tiempo la debilidad de esa fuerza. (...) El terrible principio de certidumbre íntima que atrapa desde la primera mirada al otro a los personajes de sus películas, lo que no les impide ni enracimarse ni debatirse con la energía del animal atrapado en un cepo, incluso aunque sepan que no hay esperanza, es también la de Pialat cineasta a la hora de hacer sus películas. Hay en él la audaz convicción de que cada plano rodado puede arrastrar a la película que se está haciendo a una derrota sin paliativos, un peligro constante al que se enfrenta con la violencia y la intransigencia que un hombre es capaz de movilizar cuando está en juego el sentido de su vida. Pialat no ha dejado de pelear sin descanso contra el ángel, como en el último cuadro de Delacroix que se puede ver en la iglesia de Saint-Sulpice, donde dimos el último adios a este hombre. Su fuerza y sus debilidades, su violencia y su ternura han dado al cine francés de los últimos treinta años alguna de sus películas más bellas y, en cualquier caso, éstas se cuentan entre las más dignas del gran cine. "De todas formas", decía a propósito de Van Gogh, enamorado de ella, la hija del doctor Gachet, "es una sucesión de momentos de debilidad, pero, en el fondo, ¡qué fuerza!"




Alain Bergala, Cahiers du cinéma, febrero 2003.






Sobre Van Gogh de Maurice Pialat




Van Gogh, un largometraje de dos horas y media durante las cuales se cuentan los últimos 3 meses de vida del delirante genio de la pintura holandesa, a quien ni los críticos, ni los compradores, ni los coleccionistas, ni los arribistas, ni ninguna eminencia de la fauna de las artes plásticas de su época prestó atención.

Después de muerto le convirtieron en mito y por consiguiente pasó a ser semidios y, en consecuencia, el gotear del tiempo lo fue consolidando como fantasía, dejando atrás al ser de carne y hueso que fue como todo mortal.

Aquí Van Gogh aparece con todos sus complejos, sus delirios, su angustia, su condición humana apabullada por la incomprensión de los demás frente a su obra y toda su neurosis represada en un cuerpo menudo y un talento inmenso, que se palpan en una frase de Margarita Gauchet (la hija del famoso doctor de Auvers, enamorada de Vincent): “Tanta debilidad y tanta fuerza”, rotunda descripción para alguien que vivió en lugar y tiempo diferentes al tamaño de su grandeza.

Además, porque se trata de un rodaje sin aspavientos para deslumbrar, sin efectismos para cautivar y todo un reto si se tiene en cuenta que de 1991 (cuando

se produjo) hacia atrás, ya decenas de maestros y de todo tipo de productores y directores de cine habían tratado, casi siempre sin éxito, de mostrar a Van Gogh en la enmarañada dimensión de su existencia: tragedia en vida, leyenda después de la muerte.
Solo Akira Kurosawa, a mi manera de ver, lo consiguió en sus Sueños. De manera tan vívida y palpable reprodujo sus obras, les infundió el prodigio e introdujo al tiempo a personajes de ficción y a espectadores desde sus butacas, en la vida y la obra de Van Gogh, que difícilmente podrá el cine volver a tan alta y magistral estética.
Este Van Gogh, el de Maurice Pialat, interpretado por Jacques Dutronc, es otra cosa: un artista amargado y atropellado por la vida, que, no obstante, vive: bebe, amorea, ama, desama, desprecia, agrede, sufre, goza, baila, pinta como un loco, y al final se dispara un balazo y se va con su muerte a territorios míticos irónicos, porque entonces sí se encienden sus obras de arte, la sociedad comienza a ver su maravilla, la moda los impone, el tiempo los descubre e ilumina con su propia luz, que ahora deslumbra y arde como un sol.
Hay decenas de referencias de Van Gogh y el cine: aquella que creo que se llamaba El pelirrojo loco, de Vincent Minelli, donde Kirk Douglas es Vincent y Anthony Quinn hace de Gauguin. Entre ellos dos gira la repetitiva historia, la de la oreja cortada, la de las relaciones tempestuosas. Bastante buena en el recuerdo.
Hay una más en la memoria, al menos: la de Robert Altman, donde su relación con Theo tiene el espíritu que emerge de sus cartas cruzadas. Más miserable, más atormentado, más extremista Vincent, si se quiere. Y cortos y mediometrajes por montones, todos estereotipos, todos interpretando el mito y esquivando la vida, que en cambio, en esta cinta del festival francés, muestra facetas no enfocadas antes.

Larga, quizás repetitiva, enfática. Ese sello, sin duda, quiso imprimirlo el director Pialat en su lenguaje narrativo. ¿La razón? Acaso en terrenos de arenas movedizas donde se sabe que la gente va a comparar de todas maneras lo ya visto, con lo nuevo, sea necesario insistir y repetir, para que no se olvide.



Ignacio Ramirez



Sobre Vincent Van Gogh



Willem van Gogh (*30 de marzo de 1853 - † 29 de julio de 1890) fue un pintor holandés y figura destacada del Postimpresionismo. Llegó a pintar 900 cuadros (27 de ellos autorretratos), 1.600 dibujos y escribió 800 cartas, 650 de ellas a su hermano Theo, el único que le comprendía.


Vida y muerte
Hijo de un austero y humilde pastor protestante holandésl. Su nombre fue el mismo que sus padres le dieron a su hermano mayor, que murió un año antes de que él naciera, a los pocos meses de vida. El primer paisaje que vio fue el de la tumba de su hermano muerto. Fue muy temperamental desde su infancia y siempre buscó la muerte, pero a través de la vida. Empezó a aficionarse a la pintura desde la escuela, en donde no era buen estudiante, pero durante toda su vida sí se enorgullecía de ser un gran autodidacta. Pese a su dedicación a los dibujos, muchos maestros de este arte le dijeron que nunca iba a ser un pintor profesional porque no sabía pintar. Esto no lo rindió en su afición y trabajó con tres parientes suyos marchantes de arte en Londres. A su vuelta de Inglaterra se obsesionó con La Biblia y quiso hacerse teólogo y estudió para ello en la Universidad de Leiden. Para demostrar su profunda creencia en la religión cristiana pidió ser misionero en varias compañías, pero fue rechazado por no saber ni latín ni griego, pero un dirigente se compadeció de él por su profundo fervor y lo mandó como misionero a las minas de Borinage, en Bélgica. Allí durante 22 meses dio todo lo que tenía a los mineros: ropa, dinero y comida, además de realizar sus primeras pinturas. Estuvo demasiado abstraído en la religión y muchos le llegaron a temer. Decía que estaba obligado a creer en Dios para poder soportar tantas desgracias.



Van Gogh recibió los mismos nombres -Vincent Willem- que se impusieran a un hermano que nació muerto justo un año antes que él, el mismo día 30 de marzo; como si fuera un presagio de su original y atormentada existencia. Vino al mundo en Zundert, donde su padre oficiaba de pastor protestante, y durante la infancia asistió a la escuela de manera discontinua e irregular. A los diecisiete años entró como aprendiz en Goupil & Co. -luego Boussod & Valadon-, importante compañía internacional de comercio de arte, ramo en el que su familia tenía, al parecer, alguna tradición. Además de en las oficinas de La Haya, trabajó en la sucursal de Londres entre 1873 y 1875. Tras ser destinado a París, donde ya había estado tres meses, la inadaptación de Vincent al negocio se hizo tan evidente que fue despedido. En Boussod & Valadon quedó, sin embargo, su hermano Theo, cuatro años menor que él, que trabajaría allí desde 1873 hasta su muerte y sin cuya abnegación nunca hubiera sido posible la corta e intensa carrera artística de su hermano mayor.



En 1880 empezó su etapa de pintar de forma regular y empezó retratando a campesinos, que según decía eran lo único natural que quedaba ante la irrupción de la sociedad industrial. Una de estas obras fue la llamada "Los comedores de patata".
En 1886 se mudó a París, para vivir junto a su hermano menor Theo Van Gogh, quien sería el soporte más fuerte de su vida y de sus aspiraciones artísticas. Se instalaron en Montmartre y empezó a codearse con los artistas de la época que allí se reunían creciendo como pintor y como ser humano. Conoció a Émile Bernard y a Henri de Toulouse-Lautrec, haciéndose gran amigo de ellos. Van Gogh como muchos pintores de la época admiraba el arte japonés-cífrense: Hokusai, Hiroshige, Utamaro..., prueba de ello son las réplicas que realizó de grabados japoneses y algunas pinturas suyas que reproducen pinturas de ese país a manera escenográfica.



En 1888 se instaló en Arlés al sur de Francia, con la intención de crear un taller de artistas en su casa, llamada la casa amarilla, el color favorito de Vincent. El único que atendió a su petición del taller fue Paul Gauguin, que se desplazó hasta allí. Vincent le hizo un cuadro de bienvenida, "La Habitación" y pasaron juntos una temporada, en la cual los desórdenes mentales de Vincent impidieron que la relación se mantuviera. En la tarde del 23 de Diciembre de 1888 Van Gogh y Paul Gauguin tuvieron un altercado en el cual se dijo que Van Gogh amenazó a Gauguin con una navaja. Más tarde esa noche Van Gogh volvió a la "Casa Amarilla" en Arles donde él vivía y se mutiló. Sosteniendo la navaja abierta en su mano derecha, rebanó su oreja izquierda, comenzando arriba en la parte de atrás y descendiendo de forma que toda la parte inferior de la oreja fue cortada de un tajo. Esto dejó parte de la porción superior de la oreja asida como una horrible solapa de carne. Van Gogh luego envolvió la oreja en un paño y se las arregló para ir a su burdel favorito donde le presentó este "regalo" a una prostituta. Llamaron a la policía y Van Gogh fue posteriormente hospitalizado. El tejido dañado de la oreja fue puesto en un frasco con alcohol en caso que se necesitara como evidencia. Algunos meses después fue desechado.



Regresó a Arlés junto con un amigo para ir a su casa, en donde descubren que sus cuadros estaban cubiertos por el moho y rasgados por los envidiosos vecinos lo que provoca otra depresión en él. Los últimos años de Van Gogh estuvieron marcados por sus permanentes problemas mentales, que lo llevaron a ser recluido en sanatorios mentales de forma voluntaria. Pero, la estrecha relación con su hermano, quien sostenía a Vincent económicamente, lo alentaba moralmente. Su comportamiento agresivo y solitario lo hacen ser un paria de los diferentes sitios donde habita y lo hacen vivir una vida de frustraciones amorosas al ser rechazado por cada una de sus pretendidas.



En el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence le es habilitada una habitación para que siga pintando. Aquí empezó una frenética vida artística en donde se inspiró en Rembrandt. En mayo de 1890 un amigo de Theo, el Doctor Paul Gachet, le invita a que le haga diversas consultas y como Vincent no tiene dinero le paga con un retrato del doctor. Durante los últimos treinta meses de vida llegó a realizar 500 obras y en sus últimos 69 días firmó hasta 79 cuadros.



Finalmente, el 27 de julio sale a caminar por el campo, se dispara con un arma de fuego en el pecho y regresa a su habitación para morir dos días después, dejando inacabado el cuadro llamado "Trigal con Cuervos". Todos sus amigos acudieron a su pensión y Vincent no dejó de fumar en los dos días de agonía. En su entierro todos los que le conocían trajeron flores amarillas para su tumba. Antonin Artaud, con un extenso poema en prosa nos da la noción de la calidad de Van Gogh; bástenos leer algunos fragmentos de tal poema: "...Regreso al cuadro de los cuervos;¿quién ha visto como, en ese cuadro, equivale la tierra al mar?(...)el mar es azul pero no de un azul de agua sino de pintura líquida(...)Van Gogh ha retornado los colores a la naturaleza, pero, a él, ¿quién se los devolverá?(...)aquél que supo pintar tantos soles embriagados sobre tantas parvas sublevadas, el Café de Arlés, la recolección de las olivas, los aliscampos;...'El puente', sobre un agua en donde se tiene el irrefrenable deseo de hundir el dedo en un movimiento de regresión violenta a la infancia,(...)".
Muchos historiadores comparten la teoría de que su locura podría deberse a que en su infancia tuvo que convivir junto a la tumba de un hermano que murió antes de su nacimiento y el cual se llamaba como él: Vincent van Gogh.



La paranoia de Van Gogh desemboca en el famoso episodio en el que se corta una oreja. Internado en el hospital, se recupera rápidamente, pero su excentricidad es cada vez peor vista por los vecinos de Arlés. En 1889 ingresa voluntariamente en el asilo de Saint-Remy, donde realiza los cuadros de cipreses y, sobre todo, Noche estrellada, expuesta en los independientes ese año.



Obra

Vicent Van Gogh produjo todo su trabajo (unas 910 pinturas y 1100 dibujos) durante un período de solamente 10 años (etapa de 1880-90) hasta que sucumbió a la enfermedad mental (posiblemente un trastorno bipolar). Decidió ser pintor cuando tenía 27 años y siempre quiso reflejar la vida en sus obras. Su fama creció rápidamente después de su muerte, gracias a la promoción de la esposa de Theo que, aunque no tuvo una buena relación con Vincent, resultó ser la única heredera de toda su obra tras la muerte de su esposo, ocurrida poco después de la de Vincent. El mayor impulso de su obra vino especialmente después de una muestra de 71 de sus pinturas, en París el 17 de marzo de 1901 (11 años después de su muerte).



La influencia de Van Gogh en el expresionismo, fauvismo y los principios del abstraccionismo fue enorme, y se puede notar en muchos otros aspectos del arte del siglo XX. El Museo Van Gogh en Ámsterdam se dedica al trabajo de Van Gogh y a los de sus contemporáneos. El museo de Kröller-Müller en Otterlo (también en los Países Bajos), tiene una colección considerable de las pinturas de Vincent van Gogh.



Varias de las pinturas de Van Gogh están entre las pinturas más caras del mundo. El 30 de marzo de 1987 la pintura Lirios de Van Gogh fue vendida por un valor récord de $53,9 millones en Southeby's, Nueva York. En 15 de mayo de 1990 su Retrato del Doctor Gachet fue vendido por $82,5 millones en Christie's, así estableciendo un nuevo precio récord.




Maurice Pialat (1925-2003)
La esencia de la realidad
Por Jorge García






A lo largo de su historia, el cine francés se ha caracterizado, de un lado, por la existencia de movimientos relevantes en el desarrollo cinematográfico mundial y, del otro, por la presencia de figuras marginales, difíciles de encasillar dentro de esos movimientos (dejo expresamente fuera de esta categoría a maestros del cine como Jean Renoir y Robert Bresson). Si durante las décadas del 30 y 40 el llamado “realismo poético” representó la tradición de qualité dentro de esa cinematografía, con exponentes tan conspicuos como los directores Marcel Carné y Julien Duvivier y los guionistas Jacques Prévert y Charles Spaak –ferozmente cuestionados en su momento por los jóvenes cahieristas, aunque luego alguno de ellos se retractara–, también aparecieron por fuera de esa corriente realizadores que, como Jacques Becker y Jean-Pierre Melville, anticiparon el surgimiento de la Nouvelle Vague, un movimiento que, primero en la crítica y luego en sus películas, demostró que era posible hacer un cine diferente del que se conocía hasta ese momento en Francia. Pero decía que también existieron directores marginales, de escasa difusión comercial y a la espera de un estudio profundo de su obra, un terreno donde se podría encuadrar en los años previos al surgimiento de la Nouvelle Vague a Marcel Pagnol y Sacha Guitry, y en las últimas tres décadas, a quienes fueron probablemente los más importantes directores franceses posteriores a ese movimiento: Jean Eustache (quien se suicidó con apenas 43 años) y el recientemente desaparecido Maurice Pialat.

Nacido en 1925, Pialat asistió desde muy pequeño –tenía apenas tres años– a la Escuela de Artes Decorativas, donde también estudió arquitectura y pintura, algo que le fue útil para ganarse la vida como pintor en los años de la guerra. Al final de la contienda realizó varias exposiciones, fue luego actor de teatro y a partir de 1958, año en que rodó un corto para la televisión, comenzó un acercamiento más intensivo al cine como director, operador y montador, filmando varios cortometrajes, el primero de los cuales, L’amour existe (1960) ganó un premio en el festival de Venecia. Tras algunos trabajos más en ese terreno, Pialat debutó en el largometraje en 1968, cuando ya tenía más de 40 años, rodando entre esa fecha y 1995 –año en que realizó Le garçu, su última película– apenas diez films, varios de ellos considerados por la crítica internacional más exigente entre los más importantes del cine contemporáneo. Director poco conocido porel público, incluso en Francia, su intransigencia frente a los productores y la prensa cholula le valió cargar con el sambenito de hombre colérico y antipático (algo taxativamente desmentido por el crítico español Miguel Marías, quien tuvo ocasión de tratarlo personalmente en varias ocasiones). Una caracterización apresurada de la filmografía de Pialat ha tendido a identificar sus mecanismos narrativos con los propuestos por el llamado cinéma vérité, pero la simple visión de sus films destruye rápidamente esa afirmación. En cuanto a los rasgos estilísticos principales de su obra (hay que tener en cuenta que en nuestro país sólo se estrenaron comercialmente dos de sus películas, Loulou y Policía, seguramente por la presencia de Gérard Depardieu en el reparto, y varias de las restantes se pudieron ver –de manera
esporádica y por cierto que no cronológicamente– en alguna semana de cine francés o en ocasionales exhibiciones de la Alianza Francesa), se debe señalar ante todo que se trata de un director que construye sus ficciones con un rigor casi documental en la búsqueda obsesiva de la “verdad” dentro de cada plano. Enemigo de los guiones planificados de antemano, sus films se van estructurando sobre la marcha con un amplio margen de improvisación, recurriendo a planos largos –en muchos casos rodados en tomas únicas– en los que adquieren un rol preponderante el montaje dentro del cuadro y la intensidad del trabajo de los actores (Pialat –él mismo, también un excelente actor– pertenece a la categoría de directores considerados “dictatoriales” con sus intérpretes –en varias ocasiones no profesionales– en su afán por conseguir los resultados buscados). Si bien en sus films no escasean las referencias autobiográficas, la objetividad y el distanciamiento con que están presentadas las distintas historias, su tono seco y austero, no exento de ambigüedad, su aparente impasibilidad ante los hechos narrados que encierra toda una postura moral y la absoluta ausencia de sentimentalismo los convierten en lúcidas crónicas que exceden ampliamente el plano personal para transformarse en descarnadas reflexiones sobre distintos aspectos de aquello que llamamos “realidad”. En su obra pueden, por cierto, detectarse ecos de otros realizadores (Bresson, por el ascetismo de la puesta en escena, aunque sin sus resonancias místicas y religiosas; Cassavetes, por la manera de aproximarse a los personajes, sobre todo en los dos films protagonizados por Depardieu, sin la tendencia al psicodrama recargado del realizador norteamericano), pero es tal vez Roberto Rossellini el director más afín a la obra de Pialat en su utilización del tiempo real de cada escena como una manera de descubrir la auténtica esencia de la realidad y su verdad más profunda.

Las características señaladas pueden apreciarse en la cruda descripción de la vida cotidiana de un niño que, abandonado por su madre, comienza precozmente a relacionarse con la delincuencia (La infancia desnuda), en el progresivo deterioro de una relación de pareja sostenida trabajosamente a lo largo de los años (No envejeceremos juntos), en la manera en que afecta a un hombre y su pequeño hijo la lenta agonía de su esposa aquejada de una enfermedad terminal (Con la boca abierta, un film de una crudeza y verismo casi insoportables), en los conflictos de un grupo de adolescentes en una pequeña granja rural (Passe ton bac d’abord, el único film del director nunca exhibido en ningún soporte en nuestro país), en la mirada pesimista sobre la Francia de los años posteriores al Mayo de 1968 (cercana a la de Jean Eustache en la formidable La mamá y la puta) en Loulou; en las repercusiones que provoca en una familia la conducta promiscua de una adolescente –Sandrine Bonnaire, descubierta por Pialat, en su impactante debut– (A nuestros amores), en el riguroso estudio de caracteres tras la aparente estructura de película “policial” (Policía); en la reflexión sobre la fe, la salvación y el demonio desde el punto de vista de un agnóstico en Bajo el sol de Satán, adaptación de una novela de George Bernanos, cuya premiación en Cannes irritó a buena parte de la prensa internacional, o en la incidencia que provoca en un adolescente la muerte de su padre (Le garçu, su último film). Dejo para el final Van Gogh, posiblemente su obra maestra, una personalísima mirada sobre el torturado pintor holandés –y por extensión sobre el rol del artista en el mundo– centrada en sus últimos tres meses de vida, que elude los tópicos habituales sobre sus histéricos arranques de locura para presentarlo como un personaje melancólico, sensible y depresivo (una gran interpretación de Jacques Dutronc).

Maurice Pialat fue un artista mayor, no sólo en el cine francés, sino también en el cine a secas, cuyo reconocimiento masivo aún no ha llegado. Como todo artista intransigente en sus principios –no sólo estéticos sino también éticos–, su obra casi nunca se codeó con el éxito comercial, ni siquiera en Francia, y su obsesiva búsqueda de autenticidad le hizo bucear en episodios de su propia vida, presentados siempre sin ningún tipo de concesión sentimental. Más allá del reconocimiento actual de algunos sectores de la crítica, no es prematuro afirmar que su obra, como la de todos los grandes creadores de la historia del cine, se agigantará con el paso del tiempo. Ojalá que en algún momento se pueda
hacer en nuestro país una retrospectiva que permita el conocimiento de su filmografía de manera completa y cronológica.



La mirada cinematográfica en el gesto artístico de Vincent Van Gogh
Por Aurora Corominas (de su texto El gesto del artista. Primeras aproximaciones a la representación cinematográfica de la práctica pictórica de Vincent Van Gogh)



En cada momento histórico existen grupos sociales que cohesionan y estructuran diferentes formas de la singularidad, el santo, el genio y el héroe en el pasado, el misionero, el artista y el campeón en la modernidad. Vincent van Gogh ejemplifica mejor que ningún otro caso la noción de singularidad artística que ha tenido la sociedad del siglo XX del artista del siglo XIX. El fenómeno van Gogh se ha convertido en sinónimo de mito artístico, llamado a ser investido por el afecto popular que se nutre de múltiples variables de tratamiento y, llamado a la vez, a ser revisado críticamente por ciencias sociales como la historia del arte y la antropología, que relativizan valores espontáneamente percibidos como absolutos, intemporales y universales.

Vincent van Gogh murió ocho años antes del nacimiento del cine. Su existencia no fue contemporánea de la mirada cinematográfica que, por otra parte, tampoco le hubiera tomado como sujeto fílmico ya que el artista no fue en vida el que después, póstumamente, sería: una figura paradigmática de un nuevo modelo de artista que se popularizaría como símbolo a lo largo del siglo XX. El cine descubrió a van Gogh y su obra cuando el pintor ya se había convertido en famoso a través de exposiciones y publicaciones. El primer documental data de 1948 a raíz de una exposición en L'Orangerie de París de 1947- y la primera obra de ficción que encarna su presencia es de 1956 -una adaptación literaria de una biografía comercial de éxito-. Después de la celebración del centenario de la muerte del pintor, el año 1990, contabilizamos -sumando cine y televisión en todos sus géneros- un total de 88 obras en la última década. De estas, 24 son obras de ficción -5 docudramas entre televisión y cine, 10 ficciones televisivas y 9 ficciones cinematográficas-. Un nuevo total, de 22, de las cuales 8 son largometrajes, proponen un rostro, un cuerpo, una vida y un gesto artístico en van Gogh.

La primera hipótesis, obvia, frente a la representación cinematográfica del gesto artístico de van Gogh es que no existe. La segunda hipótesis descansa en la idea de la existencia abierta de Roland Barthes sobre las figuras públicas que son objeto de apropiación por parte del discurso intelectual y popular. Así como la persona y la vida del artista han sido abordadas por el género biográfico; el carácter y las emociones, por la exégesis pictórica; el diagnóstico de la enfermedad, por los estudios psiquiátricos y artísticos; su angustia vital y la denuncia, por la literatura; los motivos de sus cuadros, por la moderna filosofía..., el gesto artístico de van Gogh ha sido abordado por la ficción cinematográfica. Creemos que el gesto artístico de van Gogh se desprende de la leyenda del artista y de esta leyenda la representación del gesto hereda y recrea unas formas y unos tópicos determinados.

Nos proponemos, en el estudio en curso, enmarcar la investigación en el territorio amplio de la biografía cinematográfica, el marco natural de la representación del gesto artístico, que incluye desde la visión exhaustiva de una vida o carrera artística, pasando por el espacio de vida -unos años, meses o días- hasta el flash de vida.
Para delimitar el corpus a estudiar, el segundo paso que nos proponemos es centrar la investigación en películas que han sido concebidas por directores con formación pictórica, que han pasado una etapa previa como pintores en el sentido clásico del término, o bien, que han desarrollado algún tipo de ejercicio en la plástica visual con anterioridad a ser cineastas. Esta delimitación unificaría la investigación en las propuestas de unos creadores cinematográficos que comparten afinidad por la práctica plástica -que han sido pintores como su sujeto fílmico- y que de alguna manera, suponemos, destilan una especial imagen de aproximación al gesto artístico, creativa y, a la vez, en los límites de la verosimilitud.

Las dos anteriores premisas perfilan una obra clásica de la cinematografía americana, Lust for Life, 1956, de Vincent Minnelli y dos modernas, una japonesa de linaje y americana de producción y la otra francesa: Crows (episodio núm 5) de Akira Kurosawa's Dreams, 1990, de Akira Kurosawa, y Van Gogh, 1991, de Maurice Pialat. De los tres, Minnelli es el director con un pasado de práctica plástica más ecléctica y variada, y a la que es más difícil poner el punto y final: estudiante de dibujo, acuarelista, escaparatista, ilustrador de libros, diseñador de vestuario y escenógrafo antes de ser director de teatro. Kurosawa fue estudiante de pintura con la intención de llegar a ser pintor, pero después de dedicarse unos años, el temor a no ser suficientemente bueno hizo que abandonara. Pialat estudió Arts Décoratifs et les Beaux-Arts y fue alumno de Brianchon, Oudot i Descroyer y expuso en el Salon de los menores de treinta años en la ediciones de 1945-47.

Lust for Life, la primera en el tiempo del conjunto de las ficciones biográficas, es el referente y modelo irrevocable para posteriores films biográficos sobre van Gogh, además de haber sido uno de los vehículos más importantes de difusión de la imagen legendaria del artista en la segunda mitad del siglo XX. Minnelli utiliza sesgadamente la correspondencia de Vincent a Théo como hilo conductor del film, se recrea en una densidad iconográfica extrema y en la apariencia física del actor Kirk Douglas, de gran parecido con la imagen de los autorretratos del pintor, una de las razones que permite al cineasta hacer cabriolas neoplatónicas y manieristas. Al modo del espíritu de l'oeil interminable de Jacques Aumont, Akira Kurosawa establece en Crows el símil de un viaje que avanza por la evolución de la imagen del siglo XX, de la poética analógica a la digital. La obra testimonial del pintor japonés sigue el modelo del van Gogh de Minnelli, interpretado por Martin Scorsese y que respira el aire místico del budismo zen, lo que permite al alter ego del director -el joven estudiante de arte- ir en busca de la fuente artística y, frente a la imposibilidad de retener al maestro, fundirse en la pintura, en el paisaje de las telas pintadas por van Gogh como si se tratara del propio paisaje real, de manera parecida al tratamiento cinematográfico de la pintura hecho en 1948 por Resnais y Hessens en Van Gogh, una metáfora de la vida del artista después de la muerte. El film Van Gogh de Maurice Pialat está atravesado por la textura de la documentación audiovisual de la época y por la propuesta del cineasta de humanizar el mito de van Gogh: el encuadre del hombre por encima del artista, de la persona por encima del personaje, lo que conduce a una nueva estilización de van Gogh, encarnado por el actor Jacques Dutronc. La pintura, el gesto del artista y el sexo, son las tres imágenes negadas en el film. La primera, reconvertida en la imagen de los motivos de la naturaleza real que inspiraban la pintura impresionista -la revelación cinematográfica del espíritu mismo del impresionismo-; la segunda y la tercera, totalmente expulsadas, porque el autor rehuye de manera sistemática la puesta en escena y la mirada del gesto creador y la sexualidad.

La representación audiovisual de Vincent van Gogh es exponente de un triple carácter mítico en su mediación: como modelo ejemplar de la biografía o espacio de vida narrada, como tiempo concentrado inherente a la narración cinematográfica -ambos ejemplos del comportamiento mítico hoy según Mircea Eliade-, y, en el protagonista, como artista investido por la leyenda. La imposible representación del gesto artístico original de Van Gogh condena a las obras a la ilusión de la representación por medio de la puesta en escena fugaz de la gesticulación de un actor, en la que reside una concepción hagiográfica y en la que, por encima de todos los gestos posibles, destaca el del esfuerzo, el de tensión, el de la inquietud. El peso, en definitiva, de la creencia en la linealidad temporal como camino de avance, cambio y progreso, en el que no hay espera ni descanso, sino posesión y arrebatamiento. Diversas propuestas de juego escénico, de utilización de los recursos del lenguaje y de la mirada cinematográfica constatan la impotencia para convocar la verdad sagrada del gesto artístico de van Gogh y enmascaran -jugando con una idea de Steiner- la ausencia real de esta presencia: nos referimos a la constante de la mirada en movimiento, distante, a la pequeña superficie de la imagen cinematográfica impresionada en la ilustración del gesto creador y el corto o nulo intervalo de tiempo para mirar, junto a la preponderancia de la imagen del modelo pictórico de lo real y de la obra.
posted by maldeojo, 16:53

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